24. Acerca de las contradicciones humanas de un encomendero y su doctrinero en el tema sexual

Pánfilo por más vino que tomara y pocas letras que tuviera no dejaba de tener cierta inteligencia natural. Se levantó más temprano que Jesús y andando en los aparejos de sus cabalgaduras tomó un látigo que traía y lo escondió en un matorral cercano. Era mejor parecer que no tenía intención de hacer trabajar por la fuerza a aquellos si fuera necesario. Tomó el arcabuz y le dio baqueta, después cargó un poco de pólvora y municiones y fue a buscar a algunos indios a los que invitó a cazar jutías. Efectivamente al poco rato estaba de vuelta con una pieza representada por un gran ejemplar de este mamífero que le fue regalado al cacique.

Toda la comunidad se reunió frente a la choza de su líder para ver el arcabuz y oír lo que decían aquellos que acompañaron a Pánfilo. Cuando Jesús llegó oía el murmullo incomprensible de los indios hablando su lengua y veía como algunos tocaban el arcabuz y luego decían más cosas gesticulando aparatosamente. Seguramente explicaban como aquel lanzador de rayos había fulminado a la jutía. Era la primera vez que veían disparar un arma de fuego y su efecto letal. El asombro era descomunal. Los narradores testigos hacían grandes gestos y sonidos cada uno exagerando más el efecto de aquel artefacto. Algunos hacían onomatopéyicas del sonido de arma al disparar. Jesús se quedó con la parte exterior del hecho y no comprendió el carácter esencial del asunto: el peninsular de Murcia había realizado su primera propaganda de poder.

El cacique dio algunas órdenes y al poco rato le trajeron dos cestas tejidas con bejucos ambas llenas de bayas silvestres. Jesús y Pánfilo se sentaron en un trozo de árbol frente a la casa del cacique. El doctrinero probó y las frutillas eran sabrosas y pensó que era agradable desayunar al estilo de los de esta tribu, pero Pánfilo sacó casabe y vino y siguió su rutina alimentaria. Mientras comían una india esbelta y de ojos hermosos que vestía un minúsculo paño que tapaba escasamente cierta parte pudenda y exhibía unos senos dignos de ser tallados en piedra miraba de cerca al doctrinero portando una jícara llena de agua en la mano derecha y un vaso hecho del casco de una pequeña güira en la izquierda. Por más que se aguantó le dio sé, tanta que tomó varias veces y la muchacha le servía con placer y le reía mostrando unos blanquísimos dientes.

Pánfilo que comía ahora un pedazo de carne ahumada miró la escena y admiró la exquisita belleza de la joven. La muchacha insistía que Jesús tomara el vaso y Jesús le decía que esperara pues había acabado de tomar agua como si ella entendiera el castellano y ambos reían pero ella insistía con sus gestos. Él tomó la pequeña jícara de güira y ella ahora con una mano libre le acarició la rubia cabellera. Entonces el encomendero recordó que su cabellera era casi tan negra como la de los indios. El evangelista sentía vergüenza pero no quería ser descortés y dejó que ella pasara varias veces sus suaves manos por su cabeza. Ella se agachó y acercó la cara para mirar los azules ojos del adoctrinador desde muy cerca. El de Murcia pensó que los suyos eran muy parecidos a los de los indios y no eran novedad allí. Un despreciable sentimiento de los que se sienten achicados ante los otros recorrió su mente.

A pesar de que Jesús en ningún momento fue consciente del tema sexual sintió una agradable sensación y algo parecido a los cantos de las aves que oyó por el camino. Un olor diferente penetró por su nariz y no se dio cuenta que era el olor a hembra que tanto tiempo hacía que no sentía. Sin haber comprendido aún el contraste étnico que representaba para aquella gente miró fijamente los ojos de la muchacha y pensó que no había visto nunca dos tan hermosos como aquellos.

Una vez que terminó esta escena Jesús se sorprendió a sí mismo pensando, sin explicárselo bien, en el hecho de que si se enamoraba de una india tendría que ir hasta la villa para que lo casaran pues él era el único con facultades para hacerlo allí. Y siguió pensando hasta llegar a las Escrituras y no creyó necesario si el amor era puro que mediara otro ser humano en el asunto. Llegó a la conclusión de que alguien se podía casar orándole a Dios directamente. Ahora volvió a sentir vergüenza pues él era el adoctrinador y debía cuidar la pureza de sus pensamientos. Tampoco se explicaba por qué tenía que traer a su mente el asunto de la impureza si no había pecado al pensar en casarse.

Mientras por la Cabeza de Pánfilo fluía la percepción de que le había gustado la misma mujer que a su doctrinero. Pero su pensamiento volvió a los laberintos de la conciencia donde había cosas más importantes para él, como encontrar oro rápido. En realidad ninguno de los dos había pensado con sinceridad consciente en el sexo.

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