La vereda estrecha del caminante en su blog y tienda para vender libros y construir el ideal de promover la paz

Imagínese lector en mi situación. Soy una persona que debiera considerarse madura por su edad, ya cuento 63 (y si Dios quiere contaré más) y aun así pretendo cosas que en el contexto social en que vivo parecen absurdas a mis amigos: escribir este blog y vender libros online y cooperar con la paz del mundo.
Imagínese lector que sus mejores amigos no saben leer y que solamente las bondades de los misterios que vienen de lo Alto los seleccionaron para ser buenos, en medio de la miseria que se vive en sus pueblos y por las cuales tuvieron que emigrar al Gigante del Norte.
Imagínese solo, abandonado, en crisis existencial después de que la vida le juega desde antes de nacer con los peores naipes, pero que obtusamente usted quiere ser bueno y jura ser bueno por mucho mal que le hayan hecho.
Si usted lleva un quijote por dentro o tiene un niño en su espíritu será por eso un preferido de Cristo según cuenta la Biblia. Yo he elegido el blog y vender libros porque esto es lo que se parece a más a mí mismo cuando empecé a buscarme en la maraña de concreto de mi inmigración al Norte.
Sí el triunfo se trata de ganar mucho dinero soy un perdedor, pero si se trata de construir un sueño he empezado a ganar desde que me he sentado frente a este ordenador. Al fin y al cabo la bolsa de los pobres que portaban los hombres de Jesús tendría muy poco cuando Él consumó la obra de Dios para definitivamente sentarse a su diestra.
El dinero ¡Claro que sí, lo necesito! Pero esas monedas acuñadas son del Cesar, tienen sus caras pero el blog y la búsqueda de la paz son de Cristo. Por eso con dinero o sin dinero este blog debe avanzar y los caminos de la paz también.
El ideal
Un día cuando era un infante de más o menos diez años, allá en mi pueblo entre las montañas de la Sierra del Purial fui a la iglesia bautista un domingo de verano por invitación de uno de mis amiguitos. Era el único sitio dedicado a estos menesteres para aquella época. Mi familia no era de esa congregación y definitivamente de ninguna. Mi abuela, que vivía a escasos doscientos metros de la casa de mi madre y a unos cien de la iglesia tenía una Biblia y nos hacía orar de rodilla apoyados a la cama antes de dormir.
Recuerdo ese día con una nitidez enorme: estaba sentado en la parte de atrás del amplio salón de la iglesia en el segundo o tercer espacio del tercer banco, cercano a una ventana. La lección del día era acerca de la grandeza espiritual del rey Salomón y el mensaje central trataba de cómo el joven monarca solamente le pidió al Señor sabiduría y solo eso.
Lleno de emociones rodeado aquel ambiente donde nunca iba y por la magnífica lección de alguna persona consagrada a la iglesia ese mismo día y en ese mismo instante le pedí al Dios de los cielos sabiduría y solamente eso. Si algo más me daba que fuera su voluntad pero yo no lo exigía.
Eran tiempos difíciles. Había muchas necesidades materiales. La guerra de alguna manera continuaba, aunque era más fría que la que no recordaba bien por haber sucedido escasos años atrás. De vez en cuando los milicianos bajaban con la cuadrilla de mulos desde las montañas y traían unos bultos tapados con las lonas y la gente decía que eran alzados contra el gobierno muertos en combate y que ahora iban hacia el cementerio del Palmar.
Para sobrevivir cargaba agua desde el río para los vecinos que me pagaban, recogía café, trillaba granos en el secadero y también realizaba algunas labores para la casa, como buscar la leña para hacer el fuego, la leche a dos o tres kilómetros según fuera el suministrador. Algunas veces estaba tan lejos como seis kilómetros y yo hacía a pie estos mandados.
Por supuesto que había que ir a la escuela y ser puntual, por eso nos levantábamos según el cantío de los diferentes gallos. Los había de diferentes horas y eran fáciles de identificar. Para ir a Mameyal, el más lejano lugar donde nos vendían leche, me levantaba con el gallo de Abrahán que era uno de los que más temprano cantaban, para ir al Quinbuelo usábamos el gallo de Merencio, este se levantaba un poco más tarde para sacudir las alas y dar su canto.
Solo por las veredas, a veces entre los árboles, salvo que alguna culebra cruzara el camino o que las guacaicas se alborotaran en alguna rama, había tiempo para pensar. Y uno de mis pensamientos era cómo lograr tener muchos conocimientos al igual que el sabio Salomón. El ideal que detonó en aquella iglesia ahora avanzaba en los caminos.
Cuando me pagaban por alguna labor que hacía: buscar hierbas para los conejos del farmacéutico, recoger café, trillar o cargar agua se los daba a mi abuela para el gasto de la casa. Cuando crecí un poco hice algunos ajustes; esto era un determinado espacio en una finca o potrero para cortar la maleza o chapear. No había mucho que gastar para un niño en aquel apartado poblado en una hondonada de la sierra. Si hubiera habido una librería hubiera comprado algunos libros.
Cuando el tiempo me lo permitía leía y leía. Muy pronto la abuela me permitió leer después que todos se acotaban. Con una lámpara de queroseno iluminaba mis libros tomados de aquí y de allá sin ningún sistema o preferencia. En ocasiones Mamá Vieja, que así les decíamos a la abuela, despertaba en la madrugada y me decía: Hijo es ya bien tarde, debes acostarte ya. Por la mañana metía el dedo en la nariz y salía negro del humo del queroseno.
En la escuela mi meta siempre era el máximo de puntos y lo alcanzaba siempre. Por aquella época no había exámenes de revalidación, o alcanzaba los puntos en la única convocatoria o no los alcanzaba. Pocas veces tuve la frustración de no oír de la voz del maestro las palabras cien puntos refiriéndose a mí. Pero cuando esto sucedía los números eran del 95 al 99.
Los adultos hablaban de guerras, de las miserias en las que estábamos sumidos, de hambre, por que la había, aunque por ser campo siempre se paliaba de alguna manera. Cuando alguien vendía oraciones, de las prohibidas por la iglesia del barrio, tenían imágenes de guerreros matando a sus enemigos desde sus caballos. En las conversaciones se decía de los muertos, los que fusilaron y los que ahorcaron. Se temía otra guerra aunque otros la querían. Alguien le había dado cohetes atómicos a mi país. Los americanos atacarían. Sin embargo yo quería la paz, como el reino de Salomón porque si había guerra no podía alcanzar la sabiduría.
Con el tiempo fui maestros por cuarenta años. Amé mi trabajo y cursé todos los estudios que me permitieron. Soy un caso raro de emigración. Cuando quise hacerlo no pude y cuando pude no podía hacerlo. Al fin, cuando la oportunidad de salir para el añorado Norte de todos llegó, estaba enfermo, pero me quedé. Aquí he hecho de todo en materia de trabajo, pero aquí también se conjugó el ideal de seguir buscando la sabiduría, que no he encontrado en la totalidad, con el ideal de la paz mundial y mi pequeño aporte viajando por el mundo.
Quizás usted amigo lector también tenga un ideal y quizás el suyo coincida o tenga puntos de articulación con el mío. Posiblemente solamente quiera ayudar a que el mío se cumpla. Como quiera que sea bienvenido a Docunati.